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Despertares ignotos

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He abierto los ojos. Una tenue claridad ha propiciado que mis pupilas se contraigan tras la ceguera del sueño. No sé dónde estoy.

Tengo que ubicarme, pero esto es algo que me resulta familiar. No saber dónde estoy forma parte de mi existencia. Me ha ocurrido tantas veces… Y adoro que me ocurra.

No trato de pensar sino de sentir. Respiro consciente y aplicado para captar los aromas que me envuelven. Bien, veamos… El aire es cálido y huele a yodo y húmeda jungla. Ahora, mis oídos se activan y escuchan un sonido cadente, arrullador… Sí, ya lo sé. Es el sonido del mar y por eso huele a yodo y a jungla. Ahora recuerdo dónde estoy.

Bajo la lona de mi tienda, semioculta bajo unas palmeras y puesta a prisa ante la presencia del crepúsculo, recuerdo que he pasado la noche durmiendo a pierna suelta en una playa de arenas blanquísimas y sweels de película en los que la tarde de ayer pasó como en un sueño muy hermoso. Olas de izquierdas huecas que aguantaban el mar como por encargo para permitirme hacer tubazos épicos, casi sin esfuerzo, de una plástica arrolladora. Y esa luz, esos colores cómplices entre el mar y el cielo, entre las nubes dispersas y la destellante arena blanca, finísima. Las aguas del océano rompen en su oronda base sobre la barra de coral que, una vez las tala por su raíz envía hacia la playa olas liberadas del peso submarino, livianas y huecas. Puro surf.

Mis labios se estiran en una sonrisa pensando en el baño de ayer, con el sol cayendo sobre el horizonte, y continúan haciéndolo cuando, aún somnoliento, semiconsciente, otros recuerdos inmediatos, o tal vez no tanto, se cuelan por la amplia puerta de mi imaginación y llegan al almacén de mis recuerdos.

Mis recuerdos (los gratos, claro está) son siempre de la naturaleza, y las vívidas emociones en torno a ella; intensas experiencias, en los últimos años casi siempre en soledad, que lo son como ahora, con los cuarenta bien rebasados acuciando mis carnes duras y nervudas, me gusta vivirlas. Antaño disfrutaba surfeando, esquiando, haciendo rutas de monte, escalando montañas o esquiando con mis amigos, mi manada. Ahora, tal vez a causa de mi edad o de una evolución (¿involución acaso?) psicológica o espiritual, procuro vivir estas experiencias en solitario, ajeno a comentarios, a la distracción de la farándula del compadreo, sólo, conmigo mismo, más espiritualmente, de un modo íntimo y para mí, vivificador.

Opino que la verdadera aventura está en tu interior. He llegado a esa conclusión por mi propia experiencia, aunque puede ser, y no lo descarto, que yo sea un tipo raro. Me gusta deambular por senderos de montaña (si es desconocida, mejor) con mi perro, sin horarios ni objetivos concretos, deteniéndome cuando estoy cansado y pernoctando en mi liviana tienda, bajo unos frondosos árboles o parapetado en la oquedad de un risco prominente. Disfruto escalando una pared no marcada, ignota y desafiante, consciente de que si me precipito al abismo nadie dará cuenta de mí porque no he informado a alma alguna de dónde estoy ni qué diantres he ido a hacer allí.

Me fascina lanzarme en una tabla de snow haciendo un free de tal locura que se acerca a un intento (siempre frustrado) de suicidio, sorteando pináceas y puntas rocosas recalcitrantemente expuestas… saltar en paracaídas, rapelar por una pared peligrosamente húmeda, hacer bikes extremos a tumba abierta por senderos pendientes  e ignotos…

Pero hay otras aventuras que me atraen como un imán, y que admiro con veneración, como montar una empresa en tiempos difíciles, arriesgar con una chica nueva, confiar en uno que parece tener opciones a ser tu amigo y posiblemente te la va a meter doblada, ignorar con alevosía lo mal que están las cosas y apostar por el futuro de un modo iluso, pueril, un futuro incierto. Admiro el decir la verdad aunque duela, a ti o al que se la dices, viajar lejos en un coche muy viejo, entrar en un callejón de un barrio complicado y peligroso solo para darse el gusto de haberlo hecho, donde probablemente y en una tasca inmunda encuentres compadres que no olvidarás, mediar en una pelea de bar… pequeños detalles que enriquecen mi vida cuando no estoy por ahí, vagueando por mi vida.

También me parece una aventura que una madre de familia logre sacar a su gente adelante sin apenas medios, echándole coraje y sacrificio, o la que odisea que vive aquel que se mata por aprender algo nuevo porque se ha quedado sin trabajo y lucha por encontrar algo nuevo. Es pura aventura la que vive alguien con depresión que lucha por salir de ella o con una enfermedad grave que muestra su condición indoblegable combatiéndola con determinación. Es aventurera la gente generosa que deja muchas cosas por ayudar desinteresadamente a los demás… (esa sí es una gran aventura).

Supongo que de ahí viene el término “bienaventurados”.

Eso sí es aventura, la aventura cotidiana de la vida, pero aventura al cabo.

Pero mi vida está ahí fuera, viajando en low cost, durmiendo en los sitios más cutres y baratos que se me ofrecen y batiéndome el cobre como un descerebrado campeón, borracho o no, con parroquianos locales furibundos y agresivos con ganas de gresca insana en cualquier bar de mala muerte en donde quiera sea continente o lugar de la tierra.

Por eso, identifico mis despertares con el olor y el sonido (mucho antes que mis recuerdos), ya que si el respirar me transmite un aire frío y puro, y no escucho apenas nada, o tal vez alguna chova lejana, sé enseguida que estoy en la montaña, sea al pié o colgado de ella en un grotesco vivac, y si huelo un aire cortante, frío y seco y oigo un sonido similar al corcho crujiendo y un goteo, estoy en la nieve, y son los carámbanos los que sueltan parsimoniosamente el agua en su lento y cadente derretir.

La desubicación es para mí la esencia vital que necesito, porque mi cerebro reaprende cada día y no se apoltrona en la anodina rutina, que para mí no existe. Bendito sea Dios, en el que tras todo lo que he visto creo firmemente, porque tiene que existir un maravilloso Arquitecto Universal que otorgue tales maravillas a despreciables y desagradecidos seres como los hombres.

Es agosto, pero ya estoy henchido de sol y mar, satisfecho, pero hastiado. Hablaré con el mar dentro de un rato, negociaré con sus bucles sublimes y cristalinos, y trataré de arrancarle algún tubo, pero ya pienso en la nieve, en el invierno argentino, en Las Leñas si acaso, y en su nieve mágica… En una semana, siempre si Dios quiere, me iré para allá. Seguro que me despertaré desubicado, pero mi nariz y mi oído me centrarán en poco tiempo.

 

 

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